martes, 23 de junio de 2009

La Llorona 3

Siempre hubo creencias, supersticiones, leyendas que constituyen parte del folclore de una región y, más o menos parecidas, surgen en las zonas aledañas. Algunas infunden miedo, otras provocan sonrisas y otras una burla sobradora. Pero estas apariciones de "las lloronas" se han generalizado en tantos lugares, que ya empieza a preocupar. De vez en cuando visito a mi mamá y ella les dice a mis hijos: -¿Saben que anoche apareció la llorona?...- Lo que provoca a la vez temor e interés y ya quieren saber. Entonces comienza el relato, con algunos agregados, porque cada uno que lo cuenta sabe algo distinto: más trágico, más audaz, más cómico o más policial.
Dicen que las lloronas son personas arrepentidas, vivas o muertas que liberan sus espíritus por las noches en busca de perdón o consuelo y así pretenden expiar sus culpas, generalmente por actos delictivos: muerte, robo, secuestro...
Cierta vez leí una historia inglesa en la que una madre salía a llorar por la muerte de su bebé, a orillas del mar, y tanto lloró que el llanto obtuvo su premio: una mañana alguien dejó un niño abandonado en la puerta de su casa.
Otra historia, pero esta vez francesa, contaba que un ciego lloraba por los bosques a causa de su desgracia y dejó de hacerlo cuando un hombre le habló y le hizo comprender que la luz de sus ojos eran sus manos y que con el tacto podía ver mejor que otros que no eran ciegos.
El caso es que las lloronas antes y ahora, siguen ocupando a la gente y nutriendo el folclore. Pero esta que apareció era una llorona que se las traía.
Las sombras de la noche ayudaban a crear la imagen incierta del fantasma y aunque muchos creían ver la túnica blanca y el rostro oculto de la llorona, se asombraban al descubrirla de botas altas, pollera ancha y apretado saco con capucha que no alcanzaba a esconder los cabellos rubios y revueltos y muchas veces el rostro desencajado, siniestro, de una persona que sufre mucho.
Aunque muchos lo pensaban, nadie se atrevía a comentarlo, pero la llorona tenía rasgos familiares y por más que se empeñaban en adjudicarle identidad, no acertaban a encontrar la persona que parecía representar esta imagen tétrica de la locura.
Apareció apenas entrado el sol vagando por la ruta, en el tramo que va de Santa Emilia a Venado Tuerto. Muchos camioneros o automovilistas debieron esquivarla en su trayecto y más de uno sintió deseos de parar ante aquella mano extendida que pedía ayuda. Pero ¿quién se anima a detener el vehículo de noche, en zona desconocida? ¿Y si después aparece el resto de la banda?... Quién no ha pensado algo así cuando se enfrenta con alguien que hace señas en el camino.
Los chacareros llegaron al día siguiente con la noticia que pronto se desparramó por el pueblo: "Anoche apareció la llorona". Y en cada lugar se suscitaba el comentario: en el banco, en la carnicería, en la farmacia, entre los chicos que jugaban, y entre las vecinas que salían a barrer las veredas o hacer los mandados. Hasta la policía se enteraba de los detalles. Se hicieron tan seguidas las apariciones de la llorona que Don Cabrera, el comisario, decidió tomar parte del asunto y comenzó a patrullar los lugares que frecuentaba. Pero cuando iba hacia Venado Tuerto se la veía en Chapuy, y cuando se dirigía a Chapuy visitaba Santa Emilia, y así, como queriendo despistar a la autoridad que con su destartalado Ford Falcon y tres hombres apenas armados, quería esclarecer el hecho.
Cansado de esta lucha infructuosa, Don Cabrera pidió refuerzos a Melincué y el jefe de policía departamental le asignó tres patrulleros tripulados por agentes bien adiestrados y comenzó el operativo "llorona" en una noche húmeda de fines de febrero.
Como respondiendo a ello, la llorona empezó a hacer de las suyas. Una noche degolló quince chanchos de un establecimiento. A los pocos días encontraron diez corderos desangrados en la laguna. En el antiguo matadero incendió un monte. Y todos contaban que en la noche del hecho habían escuchado un llanto de mujer.
Hasta que la última noche de carnaval, cuando el cielo se aclaraba con la luz de la luna, el cerco policial se apretaba en torno a la llorona y justo cuando se iba a ocultar en el monte de la estación, la mano fuerte de un hombre uniformado le cerró el camino. Luchó por desasirse pero no pudo y cayó al suelo removiendo la hojarasca.
El agente, queriendo levantarla la tomó por los hombros y en un sacudón, hizo que la capucha descubriera la cabeza que al perder la peluca dejó ver el cabello negro de un hombre joven.
Llegaron los demás policías y ante los ojos asombrados de todos, el malhechor empezó a llorar en serio. Cuando revisaron sus ropas encontraron un grabador y cintas grabadas con llantos.
Era un muchacho de la zona, conocido por su enfermedad mental y al que se creía viviendo en Rosario. Las casas donde había hecho daño eran de gente con las que trabajara años atrás, quienes de un modo u otro lo habían perjudicado.
Desde entonces, cuando en mi pueblo se habla de lloronas, todos recuerdan al pobre Lito, que llora encerrado.

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